domingo, 19 de junio de 2011

EL ALIENTO DE LA MUERTE

Sentí en mi nuca el aliento de la muerte y el terror invadió mis carnes, pude sentir claramente como la sangre desaparecía de mi cara mostrándolo blanco como la nieve. Tan suave brisa helada congelo mi cuello impidiendo cualquiera de sus movimientos, poco a poco me vi totalmente paralizado. Sentí una gota, una sola gota de frío sudor que resbalo por mi espalda hasta que perdí la sensación del tacto, del tacto humano, porque podía sentir su mano que acariciaba mi mejilla con fatales intenciones.


Hasta mis oídos solo llegaba un sonido, su voz; el cinismo de su voz me acuchillaba en vida como miles de dagas punzantes en mi; era simple: me estaba torturando.


Coloco su mano ante mis ojos y sentí alivio; durante unos segundos todo estuvo oscuro y pensé que finalmente había muerto, que equivocado estuve. Pronto, bajo su mano incandescente se desato un infierno; miles y millones de imágenes bombardearon mi retina fundiéndola en un liquido viscoso que se derramo, llegando lentamente hasta mis labios, fue une sensación tan cruda, los apreté con cuanta fuerza de voluntad hubo en mi, pero ella pudo mas; el dichoso jarabe entró hasta introducirse por mi garganta y llegar a mi estomago; la acidez provocada por dicho almíbar, su sabor amargo me perturbo, era el sabor de la muerte, dicha sustancia despedía un fétido hedor capas de olerse a kilómetros.


Me di cuenta que había perdido el correcto uso de mis sensaciones convirtiéndome en un cuerpo y solo eso; en mi cuerpo se habían desatado las sensaciones incontroladamente, era perseguido por el miedo, el orgullo se debatía por el honor contra la bondad; era una confusión; sentí como mi cerebro se consumía lentamente ante tan tétricas sensaciones que me acorralaban cortándome todos los camino excepto aquel que el destino (maldito enemigo) había fijado para mi.


Durante un rato pensé que lloraba, imagine que mis lagrimas surgidas desde el miedo me liberarían de mis pecados; no fue así. Mis pecados llegaron hasta mi uno a uno en un cruel desfile desamparándome; pronto comencé a desconfiar de mi conciencia como desconfiaba de mis demás sentidos y sentimientos; cuando la soledad me alcanzo finalmente creí que seria el final; no fue así.


Como una llama pequeña que me iluminaba el camino y que al mismo tiempo me quemaba, como si se tratase de una impresionante avalancha de lava hirviendo, pero me brindó una esperanza, que mas; era la esperanza, la fe; el infierno que se desato dentro de mi. No se la razón, pensar que un dios todo poderoso podría sin lugar a dudas liberarme de mis pecados, cobijarme en su regazo y alimentarme con su espíritu me hizo ver algo que hasta entonces se mostraba oculto tras un velo impenetrable: la verdad. El, el no existía; de existir tamaña deidad no hubiera permitido en mi, uno de sus hijos, el sufrimiento que mantuve durante; días, meses; no puedo saberlo.


Me había aferrado totalmente a esta última esperanza; y mi turbada mente me había demostrado que era solo un espejismo postrado ante los hombres para no permitirles ver mas halla. Una vez mi mente dedujo tales palabras me vi petrificado, mi mente ya desecha, sin razonamiento, sin sentidos, mis sentimientos se hallaban víctima del depredador más poderoso: la duda.


No se como, creo que jamás lo sabré; pero, bajo el miedo, después de la muerte, tras un infierno: abrí los ojos. Cuanta tortura, cuanto dolor; la luz como fuego quemo mis retinas y vi, vi lo que se ocultaba tras ese velo que todos llevamos frente a los ojos; ojalá no le hubiera visto pero ya era muy tarde. Contra todas mis enseñanzas, consejos; contra mi voluntad y contra mi existencia me vi rodeado por ese resplandor refulgente de calor, pero no el calor humano.


Una mano se apoyó en mi hombro y las demás cosas ocurrieron en un instante; solo un instante: la sensación se perdió, la vi a ella tendida en el suelo sin el soplo de la vida, en mi mano el autor de todo ello; volteé tan rápido como me fue posible y antes de ver quien se apoyaba en mi hombro sentí una sacudida en mi mano y de ella salio un fulgor que corto la oscuridad del ambiente; la sangre broto de sus labios como de los míos broto la palabra “hermano”, perdí la sensibilidad de mi mano y solté al acecino que callo al suelo, era plateado y sólido como el sonido de su repicar mecánico; callo a mis pies incriminándome, como una mano que señalaba al culpable, el único culpable; solo fue un instante antes de sentir nuevamente el aliento de la muerte en mi nuca, esta vez no desperté pero tampoco conseguí descansar; había descubierto la verdad.





18/02/2004





Kevin Heves Maranetto Vranich

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